miércoles, 27 de noviembre de 2013

Vídeojuegos sí o no



Estoy a favor de los vídeojuegos. Tienen muy mala fama entre algunos padres y educadores, lo sé. En la actualidad es el equivalente a los libros en la época de Cervantes o a la televisión durante la década de los ´80. Pobre Don Quijote, adicto a los libros de caballería, hoy en día sería noticia en los informativos de telecinco con el Piqueras.
 A todos los miembros de nuestra familia, menos a las gatas, nos gustan los vídeojuegos. El otro día mi marido se quejaba de tortícolis, eso es de tanto jugar a la X-box, sentenció mi hijo dejándolo con un palmo de narices.
Tampoco entiendo el afán de muchos padres en alardear que a sus hijos no les dejan jugar a eso mientras consultan el wassap.  Los adultos vivimos pegados a una pantalla, del móvil, del tablet, del pc...   Si eres coherente con tu estilo de vida, es decir si vives en la montaña sin internet, sin electricidad ni agua corriente emulando a Cristopher Lambert en los Inmortales, es fantástico, pero si te sale la tecnología por las orejas ¿qué pretendes con tanto alarmismo?
Hay personas que son un poco como los Croods. 
Desconfian de todo lo que requiera evolución: la televisión, el cine, el microondas y hasta las vacunas han padecido y siguen padeciendo lo suyo.  Imagino que el hombre de las cavernas o cualesquiera que descubriese el fuego fuera reticente usarlo al principio jorobándoles la fiesta al resto de la tribu. Mis niños sólo comen carne cruda y por las noches no encendemos la hoguera que han dicho en radiomamut que es atrae a los malos espíritus...
Todo en su justa medida, si a tu hij@ de ocho años le encanta leer no le vas a sacar de la biblioteca Cincuenta sombras de Grey. Ni te llevarás al de seis aficionado al cine a ver  Guerra mundial Z. 
Existe algo que se llama sentido común y se supone que los adultos y sobre todo los adultospadres deberíamos usar.
Yo misma he padecido en mis carnes el famoso no leas tanto que te vas a quedar ciega y eso que mi casa estaba llena de libros y no para decorar la estantería del salón. Y mi madre no iba desencaminada pero si yo ando cegata perdida no es por culpa de la lectura, es por culpa de la genética.
Los niños siguen siendo niños, siguen jugando con juguetes, siguen jugando en los parques y desollándose las rodillas (al menos los míos). Los videojuegos, sin dejar que los niños jueguen hasta que se les combustionen las pestañas y se les queden los pulgares planos tienen su lado positivo y hasta terapéutico.
Según un artículo de la revista Quo ayudan, entre otras maravillas, en la dislexia y en la motricidad fina. Jugar al Call of duty mejora la agudeza visual. Igual si empiezo a jugar de manera compulsiva cuando llegue a vieja tengo vista de lince.
No sé si la base ciéntifica del artículo es la misma que la de los remedios de Txumari Alfaro pero me ha parecido aportar otro punto de vista al lado oscuro de los vídeojuegos.
 El otro día jugando al Sonic Transformer (carreras de coches) y en un subidón de adrenalina porque había llegado la primera, amenacé a mi marido con sacarme el carnet de conducir. Mi marido me juró y me perjuró que  la conducción real, aunque algunos memos lo crean conduciendo como en el gran turismo, no tiene nada que ver con los juegos de consolas.El coche no despega cariño, no despega.

 En fin, yo mantengo la esperanza que en un futuro no muy lejano jugar con videojuegos esté tan bien visto como en la actualidad leer libros. Y lo dice una adicta a la literatura.
¿Y vosotros? ¿Qué opinais?

viernes, 22 de noviembre de 2013

Sin banda sonora

 “¿Cómo es morirse?”, me preguntaría Laura si estuviera a mi lado. Morirse —le respondería— es escuchar una de esas canciones que no tiene fin. Escuchar el estribillo repetitivo cada vez más flojo que el anterior. Cada vez más y más lejano. Tan suave y apacible que, casi sin darte cuenta, no percibes que la canción ha enmudecido.

Eso es morirse.

Cuando yo era niño, la muerte sobrevenía sin dar explicaciones. La tuberculosis era una dama sobre un caballo negro —galopante, la llamaba mi madre— que arrollaba a todo bicho viviente. Ancianos, adultos, niños. Y si la tuberculosis no te mataba, se encargaba el hambre, la miseria o una bomba en mitad de la calle.

Laura no sabe en qué clase de planeta de locos vivíamos, qué clase de personas con el sentido común de un mosquito regían nuestras vidas jugando a ser dioses. No sabe de hambre, de frío, de silencios forzosos, de ignorancias.

Ella se reía, me acusaba de ser un anticuado. Por culpa del bigotes ese vamos hacia atrás como los cangrejos —decía—; cualquier día de estos nos obligarán a cantar el “Cara a sol”. En vez de quemar libros de Marx deberían haber quemado la partitura de la canción de mierda esa. Si ahora estallara una guerra, el efecto sería tan devastador que no quedaría nadie en el mundo para hacer una película sobre ella.

Laura tiene un concepto romanticopeliculístico del tema, fruto de tanto cine y tanta tele. Creo que todavía piensa que nos bombardeaban al son de una musiquilla dramática y rimbombante de fondo. No puedo hacerle entender que la única banda sonora reinante era la de la sirena antiaérea, la de la gente gritando y huyendo despavorida hacia los refugios y la de las bombas explotando en tierra.

Claro, a mí me tocó vivir una época y a ella, afortunadamente, otra. Toda una vida me ha costado conformarme. No estaba escrito en ningún sitio que yo debía nacer pobre, sin infancia y vivir una guerra.

¿O sí?

 Pero no logro convencerla de lo afortunada que es. Cuando le cuento estas cosas, se encoge de hombros y me mira con aire de resignación, sin un atisbo de empatía. Son cosas de viejos…

No siempre he sido así, cargado de hombros y de puñetas, medio calvo y canoso, desdentado y charlatán, amargado y cargante. Hubo un tiempo en el que fui un niño rebosante de energía y de inocencia, que creía vivir en un entorno seguro, con unos padres que me amaban y me protegían. Con la firme convicción de que nada malo podía sucederme, que al amparo de mis padres la muerte, simplemente, no existía.

Pero un día mi mundo se vino abajo. Primero fue una calle del barrio vecino la que quedó en ruinas, más tarde se desplomó una de nuestro mismo barrio y, al final, cayó una bomba en la acera de enfrente que mató a uno de mis compañeros de escuela y destrozó el comedor de mi casa. A partir de ahí colgué la infancia tras la puerta y tomé conciencia de que la muerte, tarde o temprano, me alcanzaría.

Yo vivía en un edificio de tres plantas, en una calle a medio terminar, rodeada de solares y charcos. Un auténtico caldo de cultivo para margaritas silvestres y malas hierbas. En la acera de enfrente había cinco casitas de idéntica construcción, de color amarillo limón, y con patios en la parte trasera que eran la envidia de mi madre. ‘Las Torrecitas’, las llamaban.

A una de las casas, justo la de la esquina y la de delante a mi portal, la rozó una bomba. Y digo que la rozó porque unas tres cuartas partes de ella cayeron en el solar, tragándose aquellas margaritas que nos alegraban la vida. El resto fue a parar sobre la cocina de la Valencianeta, matando a su madre y a su hijo pequeño, el Quimet, que en aquellos instantes jugaba a las canicas mientras su abuela preparaba la cena a la luz de una miserable vela.

La Valencianeta, gorda y rubia oxigenada antes de la guerra y con hablar de pescadera a pesar de tener una parada de batas en el mercado, enloqueció al regresar a casa y ver que su hogar, su madre y su hijo eran pasto de las llamas. Sus gritos se alzaron por encima de la sirena antiaérea que volvía a avisar de otro ataque. Ella aún no sabía que su marido y sus tres hijos mayores que estaban en el frente jamás regresarían.

Con el paso de los años, no recuperó los kilos perdidos tras la guerra, ni la cordura. Se mudó al piso de su hermana y se dedicó a pasearse por el ruinoso barrio, con una bata raída de su parada, arrancándose los cabellos ralos y grises, hablando con las palomas del parque que sustituía al solar y sentándose en el bordillo de la acera para contemplar “La Bomba”, una tienda de quesos y embutidos construida sobre los cimientos del que un día fue su hogar.

Todavía me parece mentira…

Parece que fue ayer cuando el Quimet vociferó mi nombre desde la calle aquella tarde. El sol invernal filtraba sus últimos rayos por la ventana del comedor, cruzada por tiras de papel engomado en todos los cristales, y millares de partículas de polvo revoloteaban por el aire.

Mi hermano menor, Albertito, y yo estábamos sentados en el suelo, al lado de Estrella, nuestra setter irlandesa pelirroja. Alberto le contaba las costillas y Estrella lo observaba impasible con sus ojos ambarinos y legañosos. Siempre la habíamos alimentado con las sobras, y el problema en aquellos oscuros años era que no sobraban ni las mondas de las patatas.

Estrella apenas salía de casa, y menos sola. Ya no se veían gatos en la calle, y apenas perros. La gente se comía todo lo que pillaba. Hasta las ratas. Y últimamente tampoco quedaban demasiadas, o al menos eso comentaba mi padre, que se encargaba de salir con su escopeta de caza en busca de comida para Estrella. Estrella se moría de hambre.

Los tres permanecíamos en silencio, aprovechando el débil calor de la luz hibernal. Recuerdo que contemplábamos ensimismados la visión de una nube rosa suspendida en el cielo con forma de merengue y que un rayo daba de pleno en el rostro de mi hermano verdeándole los ojos pardos, dorando las pestañas rubias y el suave vello de la cara, tiñéndole las mejillas de color melocotón. Las comisuras de sus labios se curvaban ligeramente hacia arriba dibujando una leve sonrisa que resultaba tan enigmática como la de la Gioconda. Mi madre tocaba el piano en el comedor, un piano viejo y carcomido que había contagiado del mismo mal al resto de los muebles de la casa. Su melodía fue interrumpida desde la calle.

—¡Toni! ¿Bajas a jugar?

Quimet había heredado la misma voz chillona que su madre.

—Dile que no, dile que no —me instigó Albertito—, que es un pelma.

—¡¡¡Toni!!! —insistió —, jugaremos a ladrones y policías.

Albertito me miraba muy serio, negando con la cabeza: “Es un gordo comilón”.

Antes de la guerra era un niño obeso, con los ojos achinados y diminutos, engullidos por un par de carrillos carnosos de bull-dog. Un niño lento y torpe, blanco de todos los crueles insultos infantiles. Pero la guerra le chupó los pómulos hasta desorbitarle los ojos, le rapó el pelo para no criar piojos y le despintó los colores de la cara. En definitiva, lo puso a nuestro nivel, lo dejó con la fisonomía típica del niño de guerra: la cara de hambre y de pena. Paradojas de la vida, seguía sin librarse de su estigma grasiento. Continuaba siendo “Quimet el Gordo”, “el Cara-Bollo”, “el Vaca”.

—¿¡Que no sacas a la perra!?

Me asomé a la ventana y negué con la cabeza.

“Dile que suba”, dijo mi madre a mis espaldas.

—Sube, que jugaremos a la oca.

Pero no subió. Le vi alejarse calle abajo, dándole puntapiés a las piedras, las rodillas huesudas y blancas asomando bajo sus pantaloncitos cortos azul marino, la cabeza rapada al uno y las orejas despegadas y coloradas por el frío.

“Nunca digas último”, solía aconsejarme mi madre. Sin embargo, aquella fue la última vez que le vi, el último instante en el que el Quimet habló y respiró para mí.

Una hora más tarde oscurecía. Todavía quedaban un par de horas de luz eléctrica. Albertito y yo seguíamos en el suelo, jugando a la oca, con el culo helado y el estómago vacío. Mi madre jugueteaba con las teclas del piano. Fue Estrella la que, nerviosa, comenzó a rascar la puerta de casa, intentando salir. “Sácala a mear”, me ordenó mi madre.

No me dio tiempo. De inmediato escuchamos las sirenas antiaéreas y mi madre fue en busca de los abrigos. La luz se fue y nos quedamos completamente a oscuras. Empezamos a oír de lejos el ruido de los motores de los aviones. De repente, sobrevolaban nuestras cabezas. Muy cerca. Demasiado cerca.

Las bombas, en la distancia, resuenan de manera muy parecida a los fuegos artificiales. Silban antes de alcanzar su objetivo y, al estallar, las escuchas por ambas orejas. Primero la izquierda. Luego la derecha. Como si estuvieras dentro de una bóveda invisible. La estela luminosa que queda en el horizonte resulta casi hermosa.

Quizás fue medio minuto de oscuridad absoluta, intercalada con flashes de luz en los que veía la cara de Albertito de color verde. Medio minuto escuchando nuestras respiraciones entrecortadas en mitad de la nada, el zumbido de los motores, el silbido de las bombas tronando peligrosamente cerca y a Estrella llorando y arañando la puerta. Medio minuto que me pareció una eternidad.

Entonces un silbido agudo sonó más fuerte que los otros y los cristales de la ventana empezaron a vibrar. “¡Apartaos de la ventana! ¡Fuera! ¡Vamos! ¡Corred deprisa! ¡A la calle! ¡Al refugio!”, nos gritó nuestra madre.

El terror nos tenía el trasero pegado al suelo. Yo estaba agarrado al brazo de mi hermano pequeño y era incapaz de verla a través de la oscuridad. Sólo ella fue capaz de llegar hasta nosotros y sacarnos de la casa.

Ni siquiera sé cómo alcanzamos la escalera. Sólo sé que a mis espaldas el cielo se desplomó en la Tierra entre un gran estruendo y ruido de cristales rotos. Que cerré los ojos un instante y que al abrirlos me encontré acurrucado de nuevo en la oscuridad, abrazado a mi madre y a mi hermano en un escalón del rellano.

Supe que era ella porque una de sus ásperas manos de pianista que olía a lejía y a madre me acariciaba la mejilla. Lloraba en silencio. No la veía ni la escuchaba, pero notaba sus lágrimas humedeciendo mi frente. Ahora sé que lloraba por nosotros.

Llamas vacilantes surgieron de la oscuridad. La mayoría de los vecinos nos encontrábamos en el improvisado refugio, tan pálidos y desencajados como nosotros. Fueron necesarias cinco cerillas para que el pulso de mi madre fuera capaz de prender el cabo de vela que siempre guardaba en el bolsillo de la bata.

Pasamos allí la noche, sin atrevernos a volver a nuestros maltrechos pisos ni salir a la calle. Aterrorizados. Casi todos éramos niños, mujeres y ancianos. Sin hablar. En silencio. Sin música de fondo. Escuchando los gritos desgarradores de la Valencianeta por encima de las sirenas que anunciaban otros bombardeos. Sin banda sonora.

Mi madre perdió el piano y objetos de valor sentimental; la radio, la gramola y todos los discos. Tardamos años en volver a escuchar música. Estrella se meó y cagó de miedo en la puerta de la escalera, y sobrevivió a la guerra. Mi padre pudo esconderse en un refugio y regresó sano y salvo a la mañana siguiente.

Durante el resto de nuestras vidas, mi hermano y yo recordamos al Quimet. En algunos momentos incluso creímos que se trataba de un error, que fue otro Quimet y no el hijo de la Valencianeta el que murió sepultado en su casa, que en realidad seguía vivo por ahí. “Ese muchacho del metro cómo se parecía a él, o ese señor con bigote, ¿verdad, Albertito? Si el Quimet tuviera su edad, sería así…”.

El Quimet se nos clavó en el alma como aquella bomba en la cocina de su casa. Aquella bomba nos agujereó el corazón y nos arrebató la infancia. Ya nada fue como antes, el resto fue el después.

Ahora que me estoy muriendo, me pregunto cuál será la diferencia. Si cambiará el hecho de morir en paz, anciano, en tu cama, en tu hogar, acompañado de tus seres queridos, asumiendo tu finitud, con los cinco sentidos alerta esperando cruzar el umbral. Aguardando algo, o no. Con la única preocupación de si tu hija o tu nieto te recordará como un ser humano bondadoso. Y a la vez, esperando que no te lloren demasiado, que no se desesperen, que no se asusten ni se entristezcan por tu ausencia, porque tú, que ya intuyes lo que es la muerte, sabes que estarás bien. Siempre con ellos.

Ahora que me estoy muriendo me pregunto cual será la diferencia entre morir de viejo y entre morir joven, súbita y violentamente, o lenta y dolorosamente. Solo. O rodeado de extraños. Con la vida a medio hacer como una labor de punto. Estar respirando y de repente que te invada la oscuridad, la nada, el vacío. Habiendo dado por sentado, como cada uno de los habitantes que moramos en este planeta, que morirías de viejo. Sentirte despojado de tus seres queridos, arrancado de todo aquello que te resulta familiar, acogedor y placentero. Perdido. Sin poder encontrar el camino de vuelta a casa, esa casa que simboliza tu bienestar, la paz, el amor.

Cual será la diferencia.

Sin embargo, soy afortundado. Tengo la mano de Laura estrujando la mía, con la esperanza de que le devuelva el apretón, pero ella sólo toca un pedazo de carne inerte que ya apenas le queda un aliento de vida. Se inclina sobre mí, me acaricia y besa la frente y me la humedece con sus lágrimas, tal y como hizo mi madre años atrás, en el rellano de la escalera. Susurra un te quiero tanto… Murmura una pregunta casi inaudible: “¿He sido una buena hija?”, creyendo que no puedo escucharla. Y yo me muero de ganas por preguntarle si he sido un buen padre.

Su mundo quedará agrietado y destruido como el barrio de mi infancia. Ahora ya sabe que las cosas terribles también pueden sucederle a ella. Estoy seguro de que en estos instantes tampoco escucha ninguna melodía. Sólo el silencio invade sus oídos. El silencio y la máquina que respira en mi lugar.

Querrá parar el mundo por mi ausencia, se quedará suspendida en el tiempo durante una temporada, pero luego se sorprenderá al advertir que el mundo sigue girando, con o sin mí, con o sin tristeza.

Ahora no sabe que un día al despertar recordará que tuvo un padre, y estaré tan lejos que le parecerá mentira mi existencia. Le parecerá que nunca estuve con ella, que fui un sueño, un espejismo. Pero eso es bueno, ese día mirará hacia delante, volverá a sonar la música y su vida tendrá de nuevo una banda sonora.

Barcelona, 5 de marzo, 2003


Para mí no hay relato sin música de fondo, así que os dejo el Adagio de violines de Samuel Barber.

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domingo, 17 de noviembre de 2013

Pesadilla antes de pre-navidad



Ahora estamos en fechas en las que nos llueven los catálogos de juguetes. Menos mal que en Barcelona empieza a hacer frío porque la prematura decoración navideña no acompañaba a la climatología. Los comercios cada año engalanan antes los escaparates y el frío, cada año viene más tarde. La visión de los polvorones en el mercadona cuando lo que en realidad quieres es zamparte un helado, provoca empacho. Hemos tenido un verano de seis meses que por un lado tiene sus ventajas: amortizas la ropa de verano de los niños hasta que se les cae a jirones, la desventaja es que las niñas de casi cuatro años llamadas Ángela crecen de manera alarmante pero la ropa y los harapos no.
 Llegados al punto que en vez de camisetas llevaba tops empecé a rezar para que hiciera un poco de rasca para sacar las sudaderas de manga larga cinco tallas más grande que el año pasado, tan sabiamente le compré en las rebajas. Dios mío, si esta niña no ha tomado en su vida leche de crecimiento.
Cuando ya estaba al borde de la desesperación a punto de meter a la niña en la secadora a ver si así encogía un poco, la vida me sorprendió de nuevo con el anuncio del gordo de navidad.
No me va a tocar, seguro, pero sospecho su emisión ha corregido los quince centímetros del eje terrestre que el terremoto de Japón desplazó. Barcelona ya no está donde las Canarias y por fin ha llegado el frío y la navidad. To junto.
¿Pero dónde estará el calvo? ¿Por qué no contratan a Vin Diesel que todavía está de buen ver?

A lo que iba. Que mi hermana tenía muchas ganas de "niña" para desquitarse de tantos reyes de spidermanes, pokemons y playmobils para poder pedir muñecas y demás accesorios y juguetes sexistas. Y sí, "tenemos" niña pero la niña se salta a la torera las paginas de los nenucos y demás. Esto no, que es para niñas. El otro día pidió una monster high pero luego cambió de opinión, es que me dan miedo. A mi también me dan miedo por muchos motivos, mucha pasta para tan poco plástico. De proporciones más  imposibles que la Barbie que ya es decir. Esas muñecas están seriamente necesitadas de un par de potajes.
Mi hijo pide un Furby, que me cuesta más de un trimestre de pensión completa de las gatas. Jolines Gabriel pero si ya tienes a la Lluna que es peluda y también hace ruiditos raros. Sé exactamente lo que pasará con el Furby, que se quedará muerto de risa en una estantería, así que es una decisión que los reyes magos todavía tienen que meditar seriamente. Lo peor a todo esto es que Ángela por imitación pide otro y yo soy la repipí madre que alardea con que mis hijos nunca tendrán dos cosas iguales para que no tengan celos. Y eso de nunca hasta James Bond lo tenía claro. Mis hijos tienen dos nintendo ds, por accidente pero las tienen. Así que hemos negociado un Pocoyó para dormir al que se le ilumina la carita y de paso a ver si nos quitamos de la zarrapastrosa de la vaca de cuya presencia sospecho sólo nos libraremos contratando a un asesino a sueldo. Gabriel menos mal que se ha aprendido la cantinela nooooo dos cosas iguales nooooo Ángela que así tendremos más juguetes.
Así que nos queda todo el universo Pokemon y tortuga ninja para pedir. Y coches y más coches. En fin, lo de siempre, con lo bonicos que son los nenucos me voy a pedir uno para mí.





martes, 12 de noviembre de 2013

Mitos y "perlas" sobre la educación I



-Pues conmigo se portan fenomenal: seguro que más de un@ adivina de que labios proviene esta frase. De una abuela. Tiene fácil explicación, mis suegros por ejemplo están estudiando seriamente convertirse en villanos y al igual que Gru, robar la luna y regalársela a mis hijos. Mi madre le decía exactamente la misma frase a mi hermana con respecto a sus hijos. Añadía un es que entras por la puerta y se alborotan. Doy fe que era verdad, que en casa de mi madre eran un par de angelitos.
Pero claro, he visto a mi madre de rodillas jugando con mis sobrinos, cosa que ni en el mejor de mis sueños sucedió en mi infancia. Pero ¿tú no tenías artrosis? Ahora vivo un deja vu con mi suegra. Tiene fibromialgia pero se tira al suelo como un soldado en plena instrucción. Eso sí, luego se iba/va levantando del suelo por fascículos y se iba/va recolocando como los zombies de Michael Jackson.

-Mi hijo come con la tele puesta: Me lo comenta una amiga, en un ataque de desesperación, casi en secreto de confesión no vaya a aparecer la Supernany y le lea la cartilla. Pues los míos  también¿y? Yo siempre he comido con la tele puesta. Igual es pernicioso para la comunicación familiar, pero yo siempre les digo a mis hijos que cuando se come, no se habla. Entonces ¿qué más dará que miren la tele? Además la tele es el chantaje ideal para niños inapetentes. Que iba a ser de ese como no comas te quito la tele. ¿Es pedagógico? No. Pero funciona. A veces. Y es muy aburrido comer sin hacer nada. Ahora por eso, si tengo que escoger entre las noticias o los Pokemon casi prefiero los segundos. Evolucionan más que el gobierno porque de Franco al PP no hemos avanzado nada. Por cierto y cambiando radicalmente de tema: no soy la única que  se ha percatado del parecido entre Fátima Bañez, ministra de trabajo, y Millán de martes y trece.



-Mi niño  _____ peor que nadie. Mi amiga se ha apuntado a una escuela de padres en la guardería, dice que sólo van cuatro pringa@s y que los hijos de es@s cuatr@, a juzgar por lo que cuentan, son unos angelitos, se portan fenomenal (y si se portan tan bien, me pregunto ¿para qué asisten a una escuela de padres?), el suyo es el único que con casi tres años va a su bola (que va a su bola con ella, porque con los abuelos y en la guarde se porta fenomenal).
 En la guardería le explican la importancia que sea "autónomo"que además de sonar a trabajador por cuenta propia tiene la misma connotación. Toca aprender a vestirse solos, a comer solos, a comer sólido. Y cuando están preparados es fantástico, nada mejor que fomentar la autonomía de los niños. Pero si tu hij@ de dos años (o de tres) se quita la camiseta como Houdini la camisa de fuerza es que NO ESTÁ PREPARADO.  No tengo ni idea cuantas cuidadoras hay por niño, pero atender pongamos, a veinticinco niños que se meen, se caguen y no coman solos entre ¿dos? ¿tres adultos? debe ser una tarea agotadora, si yo con dos que se llevan dos años y cuatro meses he sudado tinta al vestirlos a los dos, ni me imagino como debe ser cambiar a veinticinco meoncetes. En las guarderías ya van abriendo camino para cuando empiecen el colegio. Porque toca, insisto. Algunos están preparados, van al colegio de buen grado cada día, hasta protestan como mi hija porque el fin de semana no hay cole. El otro día se fueron de excursión a la montaña y mi hija tan contenta, con su mochilita a la espalda abriendo la fila, Blancanives con unos veinte enanitos detrás porque les saca una cabeza a la mayoría. Mi hija es de enero (y alta). Una madre de un niño de diciembre me comentaba sin saber si reír o llorar si es que el pobre no sabe ni a donde va. Qué me vas a contar, le contesté, que yo ya pasé lo mío con el mayor que es de septiembre y cada vez que se iba de excursión me entraba complejo de madre de Marco adiós mamáaa, te echaré de menos...
Resumiendo, el que no tiene una col, tiene una cebolla, niños de manual sólo existen eso, en los manuales.

-A partir de los dos años tienen que comer de todo y masticar: 
Sigue mi amiga, angustiada, cagándose en Edipo y en Carlos González, claro todo el día el niño en brazos, pegado a la teta, colechando, sin dejarlo llorar y ahora hace lo que le da la gana, una hora tarda en comerse una tortilla porque en la guardería me dicen que tiene que comer sólido y masticar y a este sólo le gustan los boquerones... ¿y en la guarde? ¿cómo come en la guarde? Pues mira hay un día a la semana que meriendan bocadillo y me escriben en la agenda que se lo come, pero yo, no me lo creo.
Sinceramente, yo tampoco.
El pescado azul es sanísimo, ya sabes.
Bueno no le he comentado lo de Mi niño no me come de Carlos González porque se va a pensar que me llevo comisión, además, a mi Carlos González me despierta sentimientos contradictorios, un simpatía-odio.  Así que intento quitarle hierro al asunto, le comento que Gabriel con tres años se declaró en huelga de hambre, que lo de comer sólido era más bien utópico y que había semanas que subsistía a base de petits suisse, que ni Ángela se come un bocadillo y eso que esta es de buen comer y que si le sirve de consuelo. MADRES DEL MUNDO, existe esperanza para los niños inapetentes y tocapelotas, mi pequeño Gandhi por fin ha visto la luz y hasta saborea un plato de lentejas con un mmmmmm. Me pide que le ponga fruta en el tupper para desayunar en el recreo. Como sigamos a este ritmo lo van a contratar para el papel de Piraña en un remake de verano azul. Dios existe y Carlos González, en el fondo tenía razón, no vale la pena pelearse para que coman de todo, un día de repente, crecen, se les van los eternos mocos invernales y empiezan a comer casi de todo.


En las escuelas se respetan los ritmos de los niños: es el mismo discurso que se inventan en los colegios cuando vas a las desesperantes e inacabables charlas para decidirte por uno.
 Es que no sabe coger el lápiz le reprochó la profesora a mi hermana del menor de sus hijos nacido en diciembre, y mi hermana le replicó que para eso venía al cole, para aprender a cogerlo. El que respeten el ritmo del niño más que de la escuela depende del profesor que tenga.

Cualquier consejo en labios de un profesional infantil es sagrado (pediatras, profesores, psicólogos infantiles, etc): una pena porque sobre todo las novatas al principio de nuestra maternidad, depositamos una fe ciega en los consejos que provienen de personas con titulación (o a veces sin, véase las doulas que encima cobran un pastón), sin conocer la experiencia vital de estas personas.
 Tener o no tener hijos influye muchísimo en tu manera de ver la vida y la educación de propios y ajenos, no es mejor ni peor, es  diferente. Al igual que si has dado la teta, el biberón, has colechado o has estivillizado al niño. No hay una fórmula mágica, cada uno educa y aplica aquello que mejor le va, tenga el graduado escolar o una cátedra. 
Soy más esplícita, que Tom Cruise profese la cienciología esa de las narices no altera mi opinión de su calidad como actor (una mierda) sin embargo, el saber que el logopeda de tu hij@ cree fervientemente en el fin del mundo (sé de uno que lo cree ) hace que pierda toda la credibilidad como profesional, es decir, si te dice que el niño no pronuncia la "rr" correctamente por merendar croissants de chocolate en vez de bocadillos de chorizo, lo mandarás poco lejos a hacerle compañía a Nostradamus. Si por el contrario desconoces esa secreta faceta de su vida saldrás del logopeda llorando, con un infinito sentimiento de culpa y de mala madre por no haber sido más estricta con tu hij@ a la hora de obligarle a merendarse los bocadillos de chorizo. Hay que alejarse de todo tipo de profesionales y de personas que nos hagan sentir culpables, y sí, eso incluye a la propia madre/suegra que se tira por el suelo. Como la distancia física no siempre es posible lo mejor es practicar la catatónia.
Se admiten más mitos.